Esa clase de lógica, aplicada a los profundos cambios tecnológicos y a juzgar por la marcha de los acontecimientos consiste en una repentina necesidad de todo el mundo de atraer la máxima atención, en exhibirnos allá donde comparecemos, en renunciar a la privacidad pese a que si por un lado se nos recuerda la conveniencia de proteger nuestros datos, por otro una mano invisible los pone al alcance de todo el mundo comercial. Para todo son precisas claves o contraseñas. Se nos hace creer que hemos de preservarnos de fisgones y malvados y que legiones de maliciosos acechan nuestro disco duro; pero nadie sabe para qué, pues la inmensa mayoría cibernética carecemos de valores que esconder, ni materiales ni morales. Complicarnos los trámites lo más posible para la comodidad de unos, para mantener la cabeza ocupada de otros, y para el entretenimiento general parece ser la obsesión de esta sociedad manejada a mucha distancia por los verdaderos asaltantes. Pero el caso es que todo huele a anglosajón “americano”. Estamos pasando poco a poco del kilómetro a la milla, algún día empezarán a fabricar coches para conducir por la izquierda. Hemos pasado en un santiamén de los santos hasta en la sopa. De la discreción y la prudencia como valores máximos de la más exquisita educación, a la agresividad total. No pasa un día sin que nos llamen voces invisibles, gentes a quienes jamás hemos visto ni deseamos conocer, para ofrecernos cosas que odiamos proporcionalmente a la insistencia. Nos cansamos de responder que sabemos bien lo que queremos y lo que no queremos, lo que podemos y no podemos. Eso, cuando no nos asalta el disco programado para la pertinente tabarra. Cada día nos hacen más ofertas y promesas mentirosas: tardamos poco en comprobar que jamás se cumplen. Estamos hartos de peregrinar de una operadora móvil a otra por ahorrarnos unos euros que también son mentira o a costa de un servicio pésimo. Vivimos en un mundo extraño, procaz y tan obsceno como misterioso. El misterio estriba en no conocer a nuestros titiriteros, en no saber de dónde salen y hasta dónde son capaces de manejar nuestros estrechísimos recursos. El dinero de plástico, las tarjetas de descuento, el registro indispensable para todo, los prolijos formularios, los contratos de adhesión, las llamadas intempestivas.
Estamos perdidos si no hemos sabido reiniciar, si no hemos sabido que lo esencial para vivir es reiniciar. La lógica moderna, la lógica anglosajona, la lógica informática están generando poco a poco monstruos desgraciados.