Cuando oigo hablar de la
reforma laboral, sobre todo cuando los máximos dirigente de este país de
fabulas, exclaman que la reforma es una plataforma para crear empleo, sin
el menor atisbo de exageración, que estamos ante la mayor agresión a los
derechos de la clase trabajadora desde la transición. Desde aquellos lejanos Pactos de la Moncloa
(1977) y Estatuto de los Trabajadores (1980), que ya empezaron hace más de tres
décadas a liquidar algunos de los derechos (despido libre y rebaja de la
indemnización por despido o incrementos salariales según la inflación prevista)
duramente conquistados por la clase trabajadora con su poderosa lucha durante
la etapa final del franquismo, hasta hoy han sido nueve las reformas laborales.
Con ellas han ido
imponiendo una creciente desregulación, flexibilidad y precariedad laboral, ya
sea de forma pactada con los dirigentes de las centrales sindicales, con su
pasividad cómplice o con una respuesta timorata e inconsecuente por su parte
como el 29-S. De hecho, han sido los incalificables burócratas de las centrales sindicales quienes han allanado
el camino a la reforma del PP con su pacto previo con la patronal donde
aceptaban, entre otras cosas, el retroceso de los salarios por tres años más,
con la que está cayendo sobre los trabajadores. La reforma que hoy ha anunciado
el gobierno supone, en ese contexto, un
salto cualitativo por varias razones, entre las que cabe destacar: Es la mayor agresión conocida a la
negociación colectiva: además de hacer prevalecer los convenios de empresa
sobre los de nivel superior, aumenta el poder empresarial al facilitar las
cláusulas de descuelgue –ya aceptadas por las Centrales Sindicales, mas
preocupadas por las representación sectorial— y cargarse la “ultra actividad”
de los convenios (dejan de prorrogarse automáticamente pasados dos años después
de haber vencido). Todo ello facilitará
que los empresarios puedan imponer unilateralmente peores condiciones
salariales y laborales a los trabajadores,
limitando su capacidad de respuesta. El despido se abarata
drásticamente por varias vías: se generaliza el despido improcedente a 33 días
por 24 mensualidades (desapareciendo el despido de 45 días por 42
mensualidades) y se imponen nuevas causas para el despido justificado (bastará
que una empresa vea reducidos sus ingresos
durante tres trimestres consecutivos) que facilitarán que la mayoría de
despidos sean objetivos (20 días por 12 mensualidades). Se mantienen las formas
más precarias de contratación –contrato de aprendizaje y el límite a 24 meses
en el encadenamiento de contratos temporales es poco menos que un chiste si
tenemos en cuenta que se precariza todo el empleo, ya que se abarata el
despido, igualando a la baja los contratos indefinidos con los temporales. Eso
al margen del fraude patronal generalizado. Se suprime la autorización
administrativa previa en los Eres, es decir, los empresarios podrán realizar
despidos colectivos sin ninguna traba, y se extienden además al sector público
la posibilidad de realizarlos. Esta era una vieja aspiración también de la
patronal. Las ETT’s pasan a tener un papel central como agencias de colocación,
lo que en la práctica supone la privatización del INEM por la vía de desviar su
actividad hacia esas empresas de traficantes de trabajadores. En el mismo
sentido de reducir derechos de los trabajadores y culpabilizarlos, aprovechando
para privatizar lo público, se endurece la "lucha contra el absentismo
laboral", dando mayor poder de control
a las mutuas patronales, y se pretende que los parados con prestación
realicen “trabajo social para la comunidad”, es decir, se les culpabiliza de su
situación (cobran del Estado sin hacer
nada) y se les utiliza para cubrir servicios públicos que corresponderían al
Estado con lo cual el estado se ahorra de contratar trabajadores públicos, siendo
esto un ataqué en la línea de flotación de aquél empleo publico y de calidad
que convocaba el ESTADO.
Se trata de una reforma laboral que ataca en
profundidad conquistas históricas de la clase trabajadora, los verdaderos
productores de riqueza y la inmensa mayoría de la sociedad, en beneficio del
capital. Y ningún trabajador o trabajadora (activo o parado, indefinido o
temporal, del sector público o del privado, autóctono o inmigrante, joven o
mayor) escapa a sus efectos, independientemente de la conciencia o el
conocimiento que pueda tener sobre ello. Ni que decir tiene, por lo tanto, que
tamaña agresión exige una respuesta lo más unitaria, amplia y sostenida en el
tiempo que sea posible, si se quiere tener posibilidades reales de echarla
abajo. Una agresión que hay que ver, además, como parte de la enorme ofensiva
del capital y sus gobiernos contra los derechos también sociales de la mayoría
social trabajadora, sobre la que quiere descargar la crisis ocasionada por el
capital. A esa tarea debieran volcarse el sindicalismo de clase y alternativo,
el activismo sindical y los movimientos sociales comprometidos con los
intereses populares. Para el empresariado esta es una REFORMA de jarana,
pandereta y ¡OLE!, mientras las colas ante Caritas cada día se van ampliando y
se abren mas comedores sociales en los diferentes municipios gobierne quien
gobierne.