Hay
indicadores de las insuficiencias de la democracia española. Uno,
entre miles, ha sido la enorme protección que los medios siempre han
dado a la figura del Rey. En ningún otro país el Jefe del Estado ha
sido tan promocionado como en España. Durante muchísimos años no
se pudo hacer una crítica a la Monarquía o al Monarca, y tampoco se
podía enarbolar la bandera republicana. Recordaremos el hecho
lamentable, bochornoso y vergonzoso del Presidente de las Cortes
españolas, el socialista José Bono, de prohibir a los luchadores
por la libertad (defensores de la República, en contra de los
fascistas golpistas, que habían sido invitados a estar presentes en
las Cortes) que llevaran banderas republicanas. Era más que
simbólico que fuera un socialista, José Bono, el que propusiera tal
prohibición. La incorporación del socialismo español a aquel
Estado, mediante unas leyes que favorecían el bipartidismo, fue un
elemento clave para la reproducción de aquel sistema democrático de
tan pobre calidad.
¿Nos hallamos en el umbral de un cambio histórico? ¿El Estado
español avanza hacia una República federal? ¿Se desmorona el
bipartidismo? ¿Se puede interpretar el ascenso de Podemos
como
el adelanto de un vuelco electoral a favor de una izquierda renovada
y firmemente comprometida con los derechos de la clase trabajadora?
¿Hay razones para el optimismo? Solo un vidente podría contestar a
estos interrogantes. De momento, debemos conformarnos con hipótesis
e indicios. Yo no percibo la abdicación de Juan Carlos I como una
victoria de las fuerzas republicanas, sino como una jugada de ajedrez
concebida para dar jaque mate a un clima de insurgencia popular, que
ya ha obtenido dos importantes victorias: Gamonal y Can Vies. Juan
Carlos I se hallaba en el punto de mira desde hacía mucho tiempo.
Los escándalos que le han desacreditado no constituyen una novedad.
Pero volvamos la vista tras. En las Cortes Constituyentes de
1977-1978, la mayoría de grupos parlamentarios que integraban la
comisión constitucional (UCD, Alianza Popular, comunistas, Minoría
catalana y PNV) aprobaron el artículo primero del anteproyecto de
Constitución, que establecía la Monarquía parlamentaria como forma
política del Estado
español.
Los miembros del PSOE se abstuvieron y lanzaron agudas pullas al
diputado y ponente comunista, Jordi Solé Tura. El ímpetu
republicano, sin embargo, no duró demasiado. Al final, acabaron
aceptando la Monarquía y convirtiéndose en sus máximos valedores.
Si
Felipe de Borbón es proclamado rey y los planes del Gobierno salen
adelante, su padre tendrá inmunidad penal por sus actuaciones
pasadas y gozará de aforamiento especial ante el Tribunal Supremo.
Esto permitiría, además, que una eventual condena a Iñaki
Urdangarin, o a la propia Cristina de Borbón, por el caso Noos
recaiga, no ya en la familia real, sino en simples “familiares del
rey”.
Lo
que está en juego, pues, es algo más que el debate
Monarquía-República. Es el futuro de la democracia misma. Si la
Monarquía vuelve a imponerse, sin que la ciudadanía sea consultada,
su estatuto de privilegio, de desigualdad y de impunidad infectará
por largo tiempo la vida política y económica. Oponerse a ello,
exigir un referéndum y movilizarse por la apertura de procesos
constituyentes democráticos es honrar la libertad DE UN PUEBLO MAYOR
DE EDAD.