Como
iban a ser obrer@s, si vivían como pequeño burgueses, si tenían
acceso al duplex, al adosado, a las vacaciones y, por encima, tenían
una seguridad social de cierta calidad, sus hijos iban a la
universidad publica, y sus mayores tenían pensiones “decentes” y
centros de día. Eso no era ser obrero, asociado toda la vida a
pobre; a los que se ven en los cines o en las fotos de los años 30 o
los 50. ¡No podía ser, ellos no eran obreros, eran “clase
media”!.
En
un rizar el rizo de la alienación, los años 90 y comienzos del
siglo XXI vieron como los asalariad@s se negaban a sí mismos. La
inmensa mayoría de ellos negaba su condición de trabajadores
asalariados, de obreros, repitiendo el tiempo que fichaban en la
entrada de la empresa que no eran obreros/las, que eran “clase
media”.Era una realidad inaudita ver la gente que vivía de su
salario, que hipotecaba su vida para conseguir una vivienda, negar lo
que eran. Todos constituyen el proletariado industrial, es decir
aquellos asalariados/as que con su trabajo modifican el producto
original (sea materia prima o no) aportándoles en ese proceso el
tiempo de trabajo necesario para su producción (trabajo abstracto).
Construya lo que construya, elabore lo que elabore, sea un producto
material como un coche, un barco o la transformación de bauxita en
aluminio, sea un producto inmaterial como un software, una aplicación
informática, una serie de TV o una película (aunque todos ellos
tengan un soporte material, un hardware donde se incorporan), es
proletariado industrial en su acepción mas tradicional. Con su
trabajo modifica el uso de la mercancía original de tal manera que
el consumo de la fuerza de trabajo produce un excedente económico,
incorporado a cada mercancía en particular (trabajo concreto). Este
tiempo de trabajo incorporado en el cambio en el valor de uso, la
plusvalía, adquiere su forma dineraria en el mercado, en la venta de
la mercancía en la competencia con otros productores de mercancías.
A través del incremento de la productividad del trabajo se
determinara el valor de la mercancía fuerza de trabajo. Nos hicieron
creer que estábamos todos empeñados en un mismo esfuerzo, el de
vivir cada día mejor. Como si para eso no hubiese quien tuviese que
vivir cada día peor. Como si el bien de unos no se afianzase en el
mal de otros. Extracciones a cielo abierto, pesca intensiva,
monocultivos, desforestación, maquilas, agro negocio, tierras
arruinadas, pueblos empobrecidos... Tan solo ganancias o pérdidas,
todo mesurado desde una perspectiva financiera, con ignorancia
expresa del costo humano y ecológico de todo ese modo de hacer. Pero
¿quien sufre las consecuencias de esa disparatada forma de pensar y
actuar? ¿Quien paga el costo? Es fácil ignorarlo, puesto que los
principales medios de difusión no nos informan de ello, sino que se
ocupan de distraernos a la par que de desinformarnos.
Destruir
la conciencia de clase ha costado poco esfuerzo a los opresores.
Consumismo, confort, apariencia de riqueza... Hemos sido sin siquiera
apercibirnos de ello la principal fuente de su poder. Recuperar ahora
esa conciencia va a costar lo suyo. Quizá se tarde años. Hemos
destruido la conciencia social y ahora no sabemos como empezar a
poner las piedras para construirla de nuevo. Mal lo tenemos si no lo
logramos, porque el ser humano para subsistir necesita ir codo a codo
con sus hermanos. Todos somos “clase media”. La manía del
capitalismo de reducir los salarios, destruir las conquistas
laborales de años de lucha, como las vacaciones, la jornada, etc.,
para recuperar la productividad demuestra cuanta razón tenía Marx
cuando establecía como una de las fuerzas contrarrestantes a las
crisis del capitalismo la reducción del valor de la fuerza de
trabajo. Es hora de volver a actuar en consecuencia, es la hora de
recuperar nuestra conciencia de clase.