En los años de la
crisis (2008 a 2013), con una fuerte destrucción de empleo y rebaja de
salarios, los trabajadores perdieron 2,2 puntos de PIB, que ganaron los
beneficios de las empresas. Pero quizá resulta más llamativo lo que ha sucedido
en los últimos tres años (2014-2016), en los que, a pesar de que el PIB ha
crecido 8,6 puntos porcentuales en términos acumulados y el empleo asalariado
ha aumentado en 1,2 millones de personas, la remuneración de asalariados apenas
ha ganado participación en el reparto de la tarta de la riqueza nacional (solo
tres décimas, del 52,4% al 52,7%). En 2016, incluso, el trozo de los
asalariados y asalariadas ha vuelto a reducirse, en tres décimas de PIB. Esto
se ha debido a que, aunque la remuneración de asalariados ha crecido un 3,1 en
términos nominales, los excedentes empresariales lo han hecho aún más, un 4,4%.
Parece que, cuando la economía va mal, las empresas se llevan más parte de la
tarta, y cuando van bien… también. En total, de 2008 a 2016 los salarios han
perdido 2,9 puntos porcentuales de peso sobre la Renta Nacional, del 54,6% al
52,7%). La mala calidad del empleo, cada vez más precario, y los bajos salarios
que lleva aparejado ese empleo inestable y de baja productividad. A la elevada
temporalidad del empleo que ha caracterizado el marcado laboral español desde
mediados de los años ochenta del pasado siglo, las sucesivas reformas laborales
han ido incrementando los grados de precariedad, hasta que definitivamente la
reforma del Gobierno del PP de 2012 ha desquiciado las relaciones laborales de
nuestro país, elevando hasta niveles desconocidos antes esa precariedad del
empleo, y ha otorgado un poder desmesurado a los empresarios, deteriorando las
condiciones de trabajo y degradando el salario.
Y un tradicional comportamiento de buena parte
de las empresas de nuestro país centrado en la obtención de importantes
beneficios a corto plazo y con una preocupante aversión al riesgo y a la
innovación, amparado, de un lado, en situaciones de mercado con excesos de
demanda o protegidos de la competencia, y de otro, en el bajo coste de la mano
de obra y la excesiva flexibilidad de su uso, primando el recurso al despido y
la rescisión de contratos como primera forma de ajuste en cuanto llegaban situaciones
de dificultad económica o financiera. Estas grandes disfunciones estructurales hacen prever que el crecimiento
económico actual, por sí solo, no vaya a lograr un reparto más equilibrado de
la renta, muy necesario para consolidar el consumo de las familias y promover
una mejora generalizada del nivel de bienestar de la ciudadanía. Se necesita
del estímulo añadido de dos factores: de un lado, la actuación decidida del
sector público, impulsando las condiciones idóneas para lograr un cambio de
modelo productivo generador de empleo de calidad, mejorando la cobertura del
sistema de protección social y reformando el sistema fiscal para hacerlo más
redistributivo; de otro lado, reequilibrando las fuerzas de empresas y
sindicatos en negociación colectivas para un acercamiento de los trabajadores a
la economía real y a la no pérdida de poder adquisitivo.
Hoy con más de cuatro
millones de desempleados, no puede ser.
Hay que fomentar trabajo que mejoren nuestro bienestar, dicho bienestar
aumentará de manera vertiginosa. Al remunerar determinadas actividades que son
necesarias para la sociedad, estas dejan de ser voluntarias y pasan a la esfera
pública, dignificadas, lo que incrementa el PIB al contabilizar una actividad
que antes no se consideraba. La renta básica es otra opción, además,
perfectamente compatible con el trabajo garantizado. Creo que debemos aspirar a
una renta básica mayoritariamente en especie, es decir, que cada ciudadano solo
por el hecho de haber nacido ya tenga derecho a un alojamiento, a una
educación, a una sanidad, a una determinada cantidad de alimentos, etc. Y,
después, quiere y puede trabajar en una serie de actividades que redunden en el
bienestar de todos, que pueda hacerlo. El Estado sería el último garante de
este tipo de derechos reconocidos.
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